El pasado miércoles 27 de abril se hacía público el acuerdo al que han llegado el Ministerio de Educación y la Conferencia de Rectores de Universidad sobre la prueba de acceso a la misma. El Gobierno, que instauró una ley educativa en contra de la opinión de todos los agentes del sector y que más parece del siglo XIX que del XXI, ha tenido que ceder, aunque sólo en parte, en cuanto a la prueba para poder acceder a los estudios universitarios.
La LOMCE preveía originalmente que se realizara una reválida para que los alumnos de 2º de Bachillerato obtuvieran el título de unos estudios que, realmente, ya habían superado, porque era imprescindible aprobarlo todo para poder presentarse a esta prueba. Se trata de un requisito que fue eliminado allá por 1970 con la Ley General de Educación, todavía en época franquista, y que ahora, inexplicablemente y siguiendo la senda contraria a las nuevas teorías educativas, se pretende volver a instaurar.
Pero no era éste el único problema generado con la introducción de la reválida. Las universidades, en su inmensa mayoría, anunciaron que desarrollarían una prueba propia para poder entrar en ellas; es decir, una segunda selectividad. Y aún hay más: muchas facultades con alta demanda de matrícula consideraron introducir una prueba específica para baremar al alumnado que demandase sus estudios. Es decir, tres por una: tres selectividades, para sustituir a la única anterior, y que ni siquiera tenían algunas de ellas un valor universal para todos los distritos universitarios nacionales.
Ahora se hace público un acuerdo, que todavía deben ratificar las comunidades autónomas, por el que las pruebas se reducirán a una sola, del mismo tipo que la actual. Pero a cambio tendrá también valor de reválida. Es decir, quien no la apruebe no obtendrá el título de Bachillerato. Este acuerdo no se debe a que el Gobierno haya tomado conciencia de la disparatada estructura de acceso a la universidad que se quería implantar, con hasta tres pruebas. Más bien el Gobierno, ante la evidente pérdida de poder autonómico tras las últimas elecciones locales, ha intentado salvar lo que pudiera de sus intenciones iniciales, sin entender en ningún momento que el introducir pruebas de este tipo no mejorará, más bien al contrario, la calidad y los resultados del sistema educativo español. Se trata, para ser claros, de un parche a una ley que nació con el grito en contra de todos los sectores educativos y que se basa más bien en el “sostenella y no enmendalla” que tan típico es por estos lares patrios.
Y es que en España tenemos un pequeño problema con nuestro sistema educativo. Y ese problema es que los políticos, en vez de utilizarlo para formar y educar a las generaciones que pronto deberán tomar el relevo, lo conciben como un modo de adoctrinar a estas generaciones para que en un futuro les sean más favorables en tiempo de elecciones. Y así, cada partido que llega al gobierno toma de forma inmediata la medida de eliminar la ley educativa que, por lo general, impuso sin consenso su predecesor en las responsabilidades gubernamentales.
Y así nos va. Mientras que en otros países, desde luego en la mayoría de nuestro entorno, las leyes educativas son sagradas y fruto de la negociación entre los políticos y el asesoramiento de los docentes, aquí son un arma arrojadiza y un instrumento de adoctrinamiento. Poco les importa a muchos de nuestros próceres la patria, su futuro y el de sus compatriotas. Más bien les importa el intentar asegurarse la poltrona en un futuro; es decir, su propio interés, su propio futuro.
Un consejo para los jóvenes que se enfrentan en estos meses al final del Bachillerato y a la selectividad: aprobad ahora, porque si no, puede que lo tengáis mucho más difícil, y os veáis obligados a correr una auténtica carrera de obstáculos para intentar abrir las puertas de vuestro futuro.
