Lamentablemente, y según todos los expertos, esto ya apenas importa. Porque tantas veces se nos dijo lo que podía pasar y tantas veces no se hizo caso de las advertencias que ya es demasiado tarde. La pandemia está descontrolada y las medidas tomadas no podrán ponerle freno.
Durante meses hemos asistido al aumento, lento al principio y después desbocado, del número de contagios y muertes. Los llamamientos constantes a la responsabilidad, al autocontrol, a pensar en los demás tanto como en nosotros mismos, han sido continuamente ignorados. Tanto las autoridades, que debían haber previsto esta segunda oleada y provisto los medios para controlarla o enfrentarse mejor a ella, como los ciudadanos, muchos de los cuales han tenido una actitud absolutamente mezquina e irresponsable, han demostrado no ser dignos de confianza. Pero seamos claros: la mayor parte de la responsabilidad de esta segunda ola recae en los ciudadanos.
Por toda Europa sucede lo mismo. El coronavirus vuelve a campar a sus anchas. La gente, en especial determinados grupos, reanudó su vida tras el confinamiento como si nada hubiera pasado. Ignoró de forma suicida los avisos que preveían, si no se cambiaba de forma de actuar, lo que finalmente ha ocurrido. Para justificarse se calificaba a las autoridades de exageradas, se burlaban abiertamente de los agoreros presagios de los científicos y, por decirlo claramente, cada uno hacía lo que le venía en gana. Y al final tenemos ante nosotros un negro panorama. Los expertos son claros: las medidas diseñadas para contener la expansión de la COVID-19 son insuficientes, tanto por tardías como por débiles e inconexas. Cuando no por absolutamente estúpidas, como es el caso de las diseñadas en Madrid por su ínclita presidenta, que confinan un lado de la calle mientras que la acera de enfrente no está confinada. El caso es que ya es tarde para medias tintas, demasiado tarde; se imponen las medidas duras, las únicas capaces ya de obtener resultados apreciables.
En los últimos meses hemos aprendido mucho sobre el virus. Todavía no lo suficiente, pero sí lo bastante como para comprender mejor su funcionamiento y su expansión. Para enfrentarse mejor, en definitiva, a la pandemia. Por ello los científicos, o la inmensa mayoría de ellos, hacen hincapié en que la segunda oleada del coronavirus tiene un especial componente social. Es decir, que un porcentaje muy alto de contagios (entre el 60 y el 80%) se produce en los ámbitos familiar y social. Es en estos ámbitos donde resulta más necesario actuar con celeridad, aunque sea probablemente también en los que resulta más difícil hacerlo. En especial en el familiar, porque no se puede poner un policía o vigilante en cada familia. Pero sí es posible un mayor control en el ámbito social, aunque probablemente a un precio demasiado alto para ciertos y muy importantes sectores productivos, como la hostelería o el turismo. También afirman los expertos que un nuevo confinamiento domiciliario podría convivir con el mantenimiento de la producción y de la educación, ámbitos en los cuales se está demostrando que los contagios son proporcionalmente escasos, o incluso mínimos, ya que en ellos las reglas de distanciamiento y protección suelen cumplirse en gran medida.
Y ahí está el quid de la cuestión: en el cumplimiento de las reglas. Porque si los ciudadanos no nos comprometemos en hacer lo que hay que hacer, no saldremos de esta. O saldremos tan mal que nuestra vida habrá cambiado para siempre. Y para mal. Hace unos días varios diarios europeos se preguntaban en distintos artículos por qué en Europa o América esta segunda oleada está causando estragos mientras que en Asia, por el momento, apenas se está notando. Y prácticamente todos coincidían en la misma respuesta: la disciplina social. Porque en Oriente, independientemente de que muchos de los países de la zona tengan regímenes dictatoriales, los ciudadanos, la gente, tienen en general un agudo sentido social y de la disciplina. Saben que sus actos no pueden estar dictados sólo por el interés personal o la satisfacción de los propios deseos, sino que tienen consecuencias sobre toda la comunidad. Y actúan en consecuencia, en beneficio de todos y también, al final, de ellos mismos. Han aprendido que es mejor prevenir que curar, que si quieren recuperar sus vidas tendrán que sacrificarse temporalmente, que las instrucciones de las autoridades no son meras invenciones, sino que están diseñadas para limitar la extensión de la pandemia y sus efectos, y dictadas por los científicos que se enfrentan a ella. Mientras que aquí, en Europa, en España, en Cieza, demasiada gente desdeña esas instrucciones y llega incluso a negar la evidencia de la enfermedad, propiciando con sus actos el contagio y la muerte de muchos de sus conciudadanos. Y así nos va.
Ha pasado el momento de las soluciones a medias. Ha pasado el momento de la “comprensión” y la “disculpa” de los motivos de aquellos que no cumplen con su obligación. Hay que tomar medidas drásticas, ya no se puede hacer otra cosa si se quiere tener éxito en la lucha contra la pandemia. Y hay que mostrar dureza con quienes no cumplan, sean ciudadanos individuales o instituciones. Porque nos jugamos nuestras vidas, nos jugamos nuestras economías, nos jugamos en suma nuestro futuro. Y no podemos permitir que quienes no hagan lo que deben hacer lo hipotequen. O lo destruyan. Y si no cumplen deben pagar.
Porque me temo que será la única forma de salir de esta.