Veamos algunas de estas noticias. La primera, y más reciente, la contracción, más bien destrucción, de las clases medias en España. Según los últimos estudios socioeconómicos, durante la crisis tres millones de personas que formaban parte de la clase media española han, por así decirlo, caído en la escala social y han pasado a engrosar una clase baja que ya antes de la crisis era más abundante en España que en nuestro entorno más inmediato. Como consecuencia, la pirámide social se ensancha en su parte baja y se estrecha peligrosamente en la alta. Muchos de quienes antes tuvieron algo ahora no tienen nada, y la pobreza general aumenta. Y con ella el descontento, el descrédito del sistema y la vulnerabilidad ante mensajes populistas y extremistas de todo signo. Por si el/la lector/a no lo sabe, la condición sine qua non de la democracia es la existencia de una clase media mayoritaria y vigorosa. Y, curiosamente, también es imprescindible para que la economía nacional vaya bien.
La segunda, la vuelta de un fenómeno que hacía décadas que no se daba en España: el de los trabajadores que, a pesar de estar en activo, de tener un puesto de trabajo, no pueden vivir con el salario que obtienen. Contratos por horas y por días, largas jornadas de trabajo pagadas como medias jornadas, sueldos por debajo, aunque sea ilegal, del salario mínimo, precariedad hasta límites insospechados, indefensión ante el poder de la empresa, son sólo algunas de las pésimas condiciones laborales que tienen que padecer quienes, según el triunfalismo del gobierno, han abandonado la cola del paro, pero que en demasiadas ocasiones ni siquiera pueden comer con lo que ganan trabajando.
La tercera: la clase alta ha roto el contrato social. Todos los días nos levantamos con una nueva noticia sobre evasión fiscal de tal o cual miembro de la alta sociedad del país, que muchas veces se defienden con disculpas tan peregrinas como “todos queremos pagar menos impuestos” o “yo no sabía nada”. Quienes más obtienen de la sociedad pretenden ser después, y lo malo es que lo consiguen, quienes menos contribuyen a su bienestar. Dan ejemplo, sí, pero malo. Y el sentimiento de comunidad, de país, de unidad social, se rompe. Los pobres no pueden esperar nada del sistema, del que sólo se benefician los ricos. Por tanto, se alejan del sistema. Y luego algunos se extrañan y les llaman antisistema. Aunque sean precisamente ellos los que destruyen los fundamentos del sistema.
La cuarta, de la que a diario recibimos nuevos capítulos: la corrupción de una parte considerable de la clase política, que supone incluso un serio menoscabo a la economía del país, y cuya impunidad o tardanza en recibir castigo resulta tan escandalosa que roza lo repugnante. El mensaje que recibe la ciudadanía es que quien nos roba, no sólo no es castigado, sino que muchas veces se ve protegido o promocionado como recompensa a su “lealtad” hacia sus superiores en el escalafón político. Ejemplos de ello tenemos de sobra. Y como consecuencia, la identificación con el sistema, con el Estado, con esta sociedad, se resquebraja.
La quinta: la desigualdad es ya el problema más grave del país. La economía crece, pero sólo se benefician unos pocos. No se traslada prácticamente nada de ese crecimiento a la población con menores recursos. Por el contrario, los recursos se detraen cada día más de lo poco que tienen los que menos tienen. Las rentas del trabajo, los salarios de los trabajadores, son una fracción de lo que un día fueron, y las rentas del capital, la riqueza de los pudientes, crecen sin cesar. No hay ya redistribución: los ricos y las grandes empresas en España pagan proporcionalmente muchos menos impuestos que los trabajadores, por lo que el déficit público se acentúa de año en año. Incluso las grandes fortunas detraen recursos del Estado a través de subvenciones y ayudas, mientras que se recortan e incluso eliminan las ayudas sociales, destinadas e corregir la desigualdad. En España se pasa hambre y penuria energética, y el 30% de los niños está en situación de pobreza extrema, de la cual no escaparán ni cuando sean adultos.
La sexta, de la que ya hablé en su momento, es el desastre demográfico que se avecina. España es el segundo país más envejecido del mundo, pero nadie hace nada para cambiar esta espada de Damocles que pende sobre nuestras cabezas. Más bien todo lo contrario: la Administración elimina ayudas a la natalidad y plazas públicas de guardería, cuando no las privatiza, y el futuro se adivina muy, muy negro.
La séptima: buena parte de la clase política española a nivel nacional no parece en absoluto preocupada por la situación, o al menos así lo demuestran sus actos. Es imposible que lleguen los grupos políticos a acuerdos sobre estos y otros temas que amenazan nuestro futuro. Sólo parecen preocupados por mantener o alcanzar el poder. No les “duele” España, como antaño se decía, sino su España, que lamentablemente pocas veces coincide con la del resto de los españoles. Palabras, palabras y palabras, pero pocos hechos.
La octava, la economía del país, que puede haber mejorado en los datos macroeconómicos (más por la coyuntura internacional que por méritos propios), pero que adolece de unos desequilibrios que pueden derribarla al primer envite de una probable nueva crisis. Que por cierto no aparece muy lejos de la vuelta de la esquina.
La situación, en mi opinión, es preocupante. La opinión de un ciudadano como cualquier otro, que procura informarse, y que sufre los embates que nos llegan como los demás, Y me temo que no hay indicios de que la cosa vaya a mejorar, sino de todo lo contrario. Por menos, en otros países y en otros tiempos, e incluso en el nuestro, han ocurrido graves hechos que con abrir un libro de historia se pueden rememorar. Y lo malo es que cada vez el presente recuerda más a ese pasado. Me gustaría equivocarme. Me encantaría equivocarme.
Pero me temo que, de seguir así, y si alguien no lo remedia, vamos de cabeza hacia el desastre.