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Sabado, 20 de Abril del 2024
Friday, 17 July 2015

El Viaje (final) a ninguna parte. Mientras la memoria aguante...MI PADRE...MI HÉROE...

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Perdónenme la falta de pudor de publicar aquí la foto de mi padre. Es su foto de boda. Tendría, si acaso, 32 años Perdónenme la falta de pudor de publicar aquí la foto de mi padre. Es su foto de boda. Tendría, si acaso, 32 años

CLR/Bartolomé Marcos.

Esto es un obituario, pero hoy no vengo a enterrar a nadie sino a desenterrar y regresar a quien lleva más de 58 años bajo tierra, o en modesto columbario al aire libre, reclamando en justicia –aun sin pedirlo- cuatro líneas siquiera de recuerdo de quien sigue siendo (y así se siente) su hijo más pequeño de dos únicos hijos queridos siempre como iguales, aunque tú habrías preferido que yo fuera niña, como la prima Lolita, hija de tu cuñada Amparo y de Pepe “El Marragís”, tan preciosa y a la que tú tanto querías.

Sí, papá, yo soy Bartolete, aquel que no sabía hacer ni la “o” con un canuto, ¿te acuerdas? Hoy me ha dado la ventolera y bajo el ocasional soplo inspirador de mi hija mayor, María Mercedes, tu nieta, de quien partió la sugerencia (papá, ¡cuánto te habrían gustado mis hijos, María Mercedes, Antonio –se llama como tú- y Patricia, la pequeña, y cuánto los habrías querido y disfrutado!) he decidido dedicarte, te iba diciendo, 58 años después de tu arrebatada e injusta partida, unas palabras a ti, a un campeón humilde de la vida, a un coloso abnegado y sencillo de la humanidad.

 

Tenía que completar el póker de santos amigos por el que tan agradecido le estoy a la vida: mi suegro, José Izquierdo Villalba, santo; mi mítomi querida, Antonia Carrillo Herrera, santa; mi reina Maga Encarna, mi suegra, Encarnación Vázquez Herrera, santa. Y, santo entre los santos, mi ferroviario de dinamita de frágil y tierno corazón, mi padre, Antonio Marcos Balsalobre. Nunca la distancia o el tiempo son el olvido: papá, te quiero.

 

Mi padre murió a primera hora de una tarde de Febrero de 1958, a la edad de 43 años, de una embolia, un ataque cardíaco que le sobrevino cuando estaba trabajando en la estación del ferrocarril de Cieza, donde ejercía mañana y tarde el penoso trabajo de mozo de estación por un salario miserable que apenas si le llegaba a la familia para sobrevivir. El sufrimiento, la penuria y la desgracia y algunos sustos que indefectiblemente sobrevienen a los pobres, le habían debilitado el corazón. Tenía yo por entonces seis años y medio y, aunque resulte difícil creerlo porque ha pasado bastante más de medio siglo, recuerdo perfectamente la tarde soleada de Febrero, y un carro, tirado por una persona, sobre cuya plataforma podía verse el cuerpo prematuramente sentenciado a muerte y ejecutado de mi padre. ¡Dios! ¿Hay Dios? Son imágenes sueltas y deslavazadas pero que se sobreponen con intensidad al olvido.

 

Después, ya en el interior de la casa familiar, situada en el Paseo de los Mártires de Cieza y propiedad de mis abuelos maternos, la visita del médico, Don Vicente Jordán, escueto y seco en su diagnóstico, circunspecto e impotente en su actitud: ha sido una embolia...si no le repite, vivirá. Si le repite... No pasaron ni veinticuatro horas: le repitió. Tratamiento, ninguno. Esa fue toda la atención médico-hospitalaria que mi padre recibió, antes de dejarme huérfano con seis años y medio y de configurar, con su muerte, el sesgo que habría de tomar mi vida posteriormente, porque mi padre, de natural bondadoso y moldeable, estaba casado con una mujer de carácter fuerte, que, como suele decirse, aunque siempre desde el respeto y el amor, llevaba los pantalones en su casa.

 

El salario era muy escaso, las necesidades familiares muchas, y la Antonia del Campo llevaba la administración del hogar manu militari y no había quien le distrajera ni una peseta del jornal. Mi padre tuvo que buscarse, a costa de horas de reparador sueño nocturno, un trabajo suplementario como portero del “gallinero” del cine Galindo, circunstancia que sirvió para cimentar mi temprana afición de cinéfilo a destajo, ya que –picoteado de chinches y otras desagradables alimañas que poblaban aquellos tablones- sesión doble tras sesión doble-, me lo tragaba todo, lo mejor, lo regular y lo peor, con tal que se llamara cine. Gratis, porque para eso mi padre era el portero.

 

Y, fuera apartando algunas pocas pesetillas de aquel segundo empleo, o fuera haciendo modestísima y honestísima ingeniería financiera con el sueldo de la RENFE, mi padre, aquel ferroviario de dinamita de frágil pero enorme corazón, sin saberlo su esposa, pagaba las cuotas del Colegio de Huérfanos de Ferroviarios, como base de un futuro mejor para sus hijos que él no habría podido garantizar porque no se lo permitió la vida. Después vinieron los internados de Ávila, entre los 8 y los 11 años, de León, de los 11 a los 15, y de Salamanca, hasta los 17. ¿Sabes, papá?, Bartolete aprendió a hacer la “o” sin necesidad de canuto, y su padre, tú, Antonio Marcos Balsalobre, que tuvo que ir a la guerra civil española y que sobrevivió; que sobrevivió también a un incendio que se produjo en una mañana de domingo en la casa familiar del Paseo de los Mártires mientras la madre estaba en misa, ¡Dios! ¿Hay Dios?, apenas dos años antes de su muerte; Antonio Marcos Balsalobre, que aquella mañana rescató a su hijo Bartolete de entre las llamas que devoraban la planta superior de la vivienda familiar con riesgo de su vida, campeón de la lucha por la vida en barojiano sentido, en un tiempo infinitamente más crítico y difícil que el de ahora y con muchas menos recompensas, contribuyó de manera decisiva... sí, tú, Antonio Marcos Balsalobre, a sacar a sus hijos adelante.

 

Te recuerdo, papá, en deslavazadas e inconexas pero vigorosas estampas de hace más de 58 años: montando en tu vieja bici Orbea para recoger algunas hortalizas en la Corredera, enganchando vagones o cambiando “agujas”, el intercambiador de vías, en la estación de Renfe, junto a Santiago, o junto a tu gran amigo y compañero Villa (al que, por cierto, hasta hace no mucho aún veía paseando por la calle, ¡qué suerte!) o hablando con Almela, el factor siempre pegado a su telefonillo de manivela y trompetilla, responsable de garantizar la circulación de trenes en la tercermundista vía única que seguimos padeciendo en este pueblo y en esta región injustamente abandonada por reyes y virreyes, por tirios y troyanos.

 

Te recuerdo incluso en casa, en comidas familiares de verano y feria y hasta en alguna ocasión, en amago nunca ejecutado de quitarte enfadado la correa para jamás descargar el castigo, porque tú eras bueno, pacífico y noble y bueno, pacífico y noble cuantas veces fuera preciso decirlo. Y fíjate, papá, hasta te llevaron a la guerra, en la zona de Silla, en Valencia...Te llevaron a la guerra, pero sólo te mató –temprana e injustamente- la vida. La herida del niño al que dejaste huérfano con tu partida sigue viva.

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