Me presenté a la oposición por probar, ya que tenía muy poco (menos que poco, nada realmente) que perder. Yo no sabía hacer otra cosa sino estudiar (junto a leer e ir al cine), que era lo único –raro que siempre fue uno- que realmente me gustaba hacer. Estaba trabajando, por entonces, merced a una recomendación hecha llegar al virrey del lugar, encomiando paternalistamente mi condición de pobrecico buen estudiante, buen estudiante pobrecico, en el Instituto de Bachillerato Mixto de Cieza (Murcia), que por entonces aún no tenía el nombre del clérigo soscarrón que ostenta en la actualidad. El instituto contaba ya con más de 1.000 alumnos, de Bachillerato del 57 y Bachillerato del 70, y hasta de la F.P. pues que dentro del mismo centro funcionaba también el que sería futuro Instituto “Los Albares”. El claustro lo integraban entre 40 y 50 profesores interinos a las órdenes de apenas cuatro o cinco profesores numerarios, todos ellos en directa obediencia y sumisión al jefe supremo, el gran “patercristianafamilia”, el virrey Jesús Pinilla Millán, el director, a la cabeza.
Pero todo eso no viene ahora demasiado al caso. Sólo lo decía por situarles a ustedes en el contexto. Yo es que soy muy rollero; no les descubro nada nuevo diciéndoselo. La cuestión es que mi única alternativa laboral práctica para salir de inopia y trabajar con perspectivas de estabilidad, era el funcionariado. Pobre, para no salir de miseria, pero seguro. Y en el verano de 1976, siendo ministro de Educación en un gobierno de “penenes” de Adolfo Suárez un tal Aurelio Menéndez Menéndez, asturiano de Gijón él mismo, allá que me marché a Oviedo, preciosa ciudad y una de las ocho o nueve sedes del tribunal repartidas por toda España (por entonces, los funcionarios del Estado lo eran de eso, del Estado, de todo el Estado, y Estado no había más que uno en España, o séase la propia España, como el que dice, que todo el mundo sabía, sin lugar a ninguna duda, lo que incluía el palabro). La sede de Oviedo, que le había correspondido por sorteo a mi apellido, estaba en el Instituto Alfonso II el Casto, situado en un enclave de privilegio, junto al parque campo Grande San Francisco de la capital del principado, donde cada mediodía, a las 12.00 en punto, sonaba a través de las campanas de la catedral el Asturias patria querida, que, en aquel contexto, incluso sin ser asturiano (bastaba con ser y sentirse español), encogía el ánimo y te ponía el corazón tierno y morriñoso. Publicidad, mérito, capacidad, y una pizca de suerte (por aquello de las bolas con el número de los temas que había que sacar), como fundamentos básicos para intentar ser funcionario del Estado, servidor público, porque a mí y a los míos no nos conocía ni Dios como decirse suele y concurríamos a la oposición con una mano delante y otra detrás, con el único bagaje de nuestra propia inteligencia natural (sólo discretita, que no voy a volverme presuntuoso y soberbio a estas alturas) y nuestra carrera de Filología Románica bien aprovechadica y recién salida del horno de la facultad, con un montón de conocimientos naftalinosos e inútiles a los que sólo muchos años de práctica docente acabarían por sacarles punta y alguna utilidad, aunque yo –peregrinamente- acabé siendo profesor de Imagen y Sonido y de Comunicación Audiovisual. Fueron casi tres meses –Junio, Julio y Septiembre- en los que me tiré al cuerpo nada menos que tres penosísimos viajes en tren hasta Oviedo y que, finalmente, para sorpresa mayúscula y auténtico pasmo de mis circunstanciales compañeros del instituto de bachillerato mixto de Cieza, que habían entrado antes que yo a trabajar, también por enchufe, en este centro, mi atrevimiento personal para tentar la aventura acababa en premio gordo, obteniendo una de las 400 plazas convocadas, todas las que había vacantes en aquel momento en España. Recuerdo que por entonces, uno de los profesores interinos del instituto, Juan Julián Garro Torres, fallecido hace pocos días (descanse en paz), y que hasta no hacía mucho había dirigido el colegio privado Isabel la Católica, de la calle Cadenas, me felicitaba efusivamente con expresiones que percibí como bastante exageradas, la verdad: Bartolomé, menuda suerte, bien puede decirse que eres millonario, te ha tocado la lotería, me dijo. Jamás he salido de pobre.
A los dos años de aquello llegó la Constitución del 78 y -¡oh perdición!- el Estado se convirtió en Estado de las Autonosuyas, atomizados y ridículos reinos de taifas donde proliferaron, no ya funcionarios, sino asesores, siempre con mejor sueldo que los funcionarios, puestos a dedo por doquier, y todo tipo de corruptelas y sevicias, que lo único que buscaban era apropiarse del Estado mismo desvirtuándolo y multiplicándolo por cero, pero multiplicando al tiempo el gasto por mil, y abocándonos a situaciones como las que aún seguimos padeciendo, valga por antonomásico ejemplo lo que está sucediendo en Cataluña. Y es que yo soy de los que piensan que cuanto más pequeñito y endogámico es el ambito del poder, más fácilmente corruptible es, de manera que, proporcionalmente, hay muchísimas más corruptelas y enchufados en los Ayuntamientos que en las comunidades autónomas y en estas muchos más que en la administración estatal. El estado, que es una conquista social de los pobres, debe ser universal y cosmopolita y los funcionarios deben ser seres humanos que funcionan en el mundo, sin servidumbres ni gabelas, al servicio de los demás. Nada de “l´état c´est moi…ni toi, ni nous, ni vous”…L´état c´est tous…El estado somos todos, iguales en obligaciones y derechos en nuestra humana diferencia y diversidad. Para la conclusión encerrada en el último párrafo no necesitábamos la cháchara de los párrafos precedentes, pero mi estilo es ése y el estilo es el hombre e irrenunciable por tanto.