El verano ya ha tocado a su fin. Ha sido un verano donde informativamente ha habido un claro protagonista; el Open Arms. Ese barco nos mostró la cara más triste y descorazonadora de nuestra sociedad. Personas sin rumbo, sin destino, sin bandera ni país arrojadas a la mar por los demonios, uno de tantos, de nuestro siglo. El Open Arms nos hizo reflexionar sobre a dónde va la sociedad, sobre la lacra de la inmigración, y sobre el futuro que le espera a millones de niños que ven como sus padres tienen que huir de su país por diversas cuestiones. El Open Arms ha enmascarado las tragedias del día a día. Tragedias no solo personales, sino también morales y éticas. La sociedad se deshumaniza a pasos agigantados. Ahora todo está en las redes sociales, en el aparentar y en el presente. No hay futuro, no hay pasado. Solo presente.
Hace poco le leía a Carlos Pardo la siguiente frase: ‘’mucha gente no valora ya, con tanto internet y tantas redes sociales, la importancia del silencio, la belleza de los rayos del sol al caer la tarde, el sabor de la miel pura. ’’ Tiene razón, pero yo este verano he encontrado la esperanza en tres niños. No todos somos iguales.
Cada mañana me los he encontrado. Fuera la hora que fuera, ahí estaban ellos. Son los niños de la segunda mano, y no es que sean niños adoptados, sino que son el fruto de unos padres que tuvieron que dejar su tierra para buscarles un mundo mejor.
A los niños me los he encontrado cada día de este largo verano. No se cómo se llaman, no se su procedencia, ni se sus edades, pero sí sé que se han ganado un rinconcito en mi corazón. Ellos, aislados de este mundo cruel, siempre estaban jugando en la acera, frente a los negocios de sus padres. Uno un chino y otro una tienda árabe de segunda mano de ropa y muebles. Han hecho la calle suya, seguro que la han convertido en el castillo más robusto y más irreductible, y en otras ocasiones en el estadio más famoso del mundo. Han convertido las papeleras y la basura en las porterías que todo delantero sueña penetrar con el balón. Han soñado ser Messi cuando marca un gol. Yo los he visto. Llevaban orgullosos su camiseta. Los he visto reír, enfadarse, correr y sudar, y también los he visto darme una tremenda lección de humanidad, respeto y confraternización. Unos días jugaban con un balón de futbol, y otros con la consola del niño chino. Todos subidos en una mecedora del local de sus padres, todos atentos a la consola. No peleaban, no discutían. Solo aprendían los unos de los otros. Y lo que es mejor: se aislaban de un mundo que cada vez señala más al inmigrante y al diferente. Un mundo más deshumanizado, pero que en los niños tienen la esperanza de un futuro mejor.
Ellos son mi esperanza. Seguiré buscándolos cuando suba a ver a mi abuela. Ahora están de vacaciones, vuelven a finales de septiembre. La escuela los apartará, para bien, de la calle, pero mientras aprenden nose que de estándares, objetivos o proyectos, ellos soñarán con volver a jugar, otro verano más, en la puerta de la tienda de segunda mano, y del chino de las Monjas.
Os espero en quince días. Mientras sigo observando la vida.
